ROMA día 1 de la escapada, hasta con 38º, es magia pura.
Viajar, escribir, desear: tres días romanos en la vida nunca vienen nada mal. Acá el domingo.
Esta pendeviejera vive como hace 30 años. Ya sé que el mundo cambió radicalmente, que ese lugar al que quiero volver ya no existe, y entonces hay que reconstruirlo. Pero, como en el brillo de las luciérnagas de Pasolini, pareciera que no existe, pero aún brilla. No hay melancolía, acá no se añora lo que no sucedió, acá queremos volver a lo que tuvimos y nos gustó tanto.
Se trata de construir contra esferas donde meternos. Y eso hacemos. El domingo en Roma siguió a un sábado de descompetires orgushosos, directo al aeropuerto sin dormir para estar a las 9,30 de la mañana en Roma. Un domingo que se pasó paseando, y armando cigarros nevaditos de chocolate y hierbas. No es poco decir que tenemos entre 50 y 60. Del domingo, pegado con mis amiguis, Isa y Paul, me queda en el cuerpo algo más que el deja vu de nuestras andanzas pasadas. Derretidxs de un calor inmenso y propio de agosto, con una Roma vacía además, viendo el Coliseo ondeando en el aire caliente, como en las películas, como si estuviéramos en el desierto africano o en el monte chaqueño, por lo menos.
Luego del intento fallido de visitar la tumba de Gramsci porque el cementerio cerró minutitos antes de nuestro cuelgue, de almorzar en el Testaccio y comprar tomates, de pasar por la feria de Porta Portese, también cerrando, de conocer el depto de Paul y la promesa de una cebra embalsamada que está viniendo en un contenedor, fuimos a brincar del coqueteo con la Domus Aurea: que sí que no, que visita guiada, que prenotazione, que es alucinante, que nadie la vió, que la inauguraron hace poco (medio Roma dada vuelta por el Jubileo). La domus aurea, que es alucinante además porque todo el mundo se mete ahí adentro por la temperatura de conservación bajo cero. O sea, es como una heladera, la casa de Nerón, justo la de él que era un tipo de provocar incendios, nada de simulacros. Nuestras conversaciones de gente chalada, en italiano, pero con inglés, español e incluso pantomimas cuando ya no entendíamos.
A la noche, volver a la plaza de la basílica de Santa María del Trastevere, ni más ni menos, casi casi la más linda de esta ciudad, donde estuve y muy feliz, hace más de un año, fue darme cuenta que, aunque parezca que todo absolutamente todo lo que yo era se disolvió en el aire en el medio, empero, digo, somos más bebus que antes. Cuando hablo de pendejadas y edades, no me refiero a categorías etarias sino políticas. Vivir amores como bajando la corriente del río, saltando la madera de caudal en caudal, avanzando una y otra vez aunque parezca que vamos lentas, justamente, es por el deseo, en cada hincada del remo en las aguas de estas vidas.
Como ven, todo fue mucho en este domingo 29 de junio, efemérides de San Pedro y San Pablo, cumple de número redondo de Fernando Pablo, el padre de mis hijes, de quien también nos acordamos.
Mierda, creo que vine a Roma a darme cuenta de que siempre hay chance, de que siempre nos venimos, donde sea, y de que siempre nos vengamos. No sé si esto queda muy claro, ni yo sé qué quise decir, y eso también me alivia, viva la ambigüedad y la polisemia.
En esta segunda adolescencia, o tercera o cuarta (creo que dije lo mismo cada vez que cumplí años desde hace una década), es mentira que el mundo en el que crecimos, vivimos y aprendimos a amar, ya no existe más.
Una anécdota pava de hoy lunes, que todavía me deja sonriendo. Esta mañana, un chico africano que vendía paraguas para el sol en la puerta del metro Coliseo, me ha dicho: i love your legs. Yo estaba de pie, en shorcito cortito y liviano, tomando aire para salir al rayo cocinador de los 38°, y simplemente no tuve modo de comprender su: amo tus piernas. Le pedí que lo repita. Y nos reímos los dos. I love your legs too, mami, le dije.
Vine a Roma adonde empezó todo hace años y hace siglos porque ese mundo nuestro, mágico, donde aprendimos lo poco que sabemos, aún existe. Aguanten.